El 19 (Trabajo etnográfico)

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19. El 19 siempre fue un número que captó mi atención de manera implícita. Cada vez que el mismo se cruzaba en mi camino decenas de recuerdos pasaban por mi mente tratando de relacionarlo con otros momentos en los cuales esta cifra había aparecido. Quizás una suerte de casualidad llevó a que hoy sea 19 de mes, quizás no. En cualquier caso, no es sobre numerología el tema de este relato sino sobre una experiencia a través del viaje. Viaje que va a realizarse en la línea 19 de colectivos, de esta gran Buenos Aires.

El recorrido comienza cerca de las 19 hs. Esto no es casualidad, mi horario laboral indica que la jornada ha terminado y el retorno a casa es inminente; pero esta vez voy a hacerlo distinto. Decidí, por esas cuestiones que uno no puede explicar, ir a visitar a mi mama que seguro se iba a poner más que contenta de una visita inesperada. Agarré los objetos cotidianos dispuesto a encarar el viaje: billetera, documentos, llaves, celular; en ese interín veo de reojo un libro que me trajo mi viejo. Me agarró ansiedad por leerlo, hasta pasó por mi mente la idea de no ir para tirarme en la cama a desglosarlo. Pero desistí, si no era ese día después con los parciales y las entregas laborales iba a ser más complicado visitarla. ¿Cómo podía cumplir ambos deseos? Decidí dejar el auto y partir hacia el colectivo. Las casi dos horas de viaje que tendría por ese medio, en la tranquilidad del mismo, me iban a permitir al menos sacarme esas ganas insaciables de comenzar la lectura y a la vez proveerme de transporte para llegar a mi destino. Afirmé con un gesto como si alguien me estuviera viendo, pero estaba solo. Agarré el libro y comencé el viaje.

No llegó a transcurrir una cuadra que la idea cayó a mi mente de una manera brusca, como aquella manzana sobre la cabeza de Newton. Tanto tiempo llevaba pensando sobre que viaje explayar en este relato, que, como aquella conocida frase, este viaje “me vino como anillo al dedo”. En vez de realizar mi primera idea, de un viaje con destino totalmente incierto, decidí rehacer un viaje que fue tan común para mi, tan cotidiano, tan mío durante casi 4 años (de los 17 a los 21) y hoy, me siento extraño a él, ajeno, distante, como un sapo de otro pozo, como quien no corresponde a ese “aquí” y “ahora”.

Eran 19:19, o tal vez menos. Ocho largas cuadras me separan de mi residencia actual hasta la tan bulliciosa plaza Once. Insisto en el adjetivo “largas” y remarco que no me refiero a la longitud métrica de las mismas, sino al uso que a esa palabra le asignamos comúnmente. A las 7 de la tarde, después de casi 13 horas de actividad, de una semana agitada, todo parece ser más “largo”. Pero mi mirada es crítica, es distinta a la común. No miro, observo. Cada baldosa tiene un por qué, cada escena un color distinto, cada momento una razón. Analizo cada instante en mi recorrido y me separo más de esa cotidianeidad que supo reinar por años mi trayecto de regreso a casa; mi mirada está en otro lugar, quizás, opuesto.

Camino en línea recta. El camino es recto, son ocho cuadras de esquina a esquina. Observo la gente que transita, no creo conocer a nadie. Una plaza a mi izquierda me recuerda a almuerzos realizados sobre aquellos pastos verdes, hoy todo es distinto. Sigo. Llegando a plaza Once las caras son distintas, los rasgos no son los esperados, las miradas desconfiadas invaden la multitud y todos parecemos tranquilos cuando no lo estamos. Como cambió la plaza. Hoy, ese lugar en penumbras y misterioso se ve avasalladlo por luces blancas perturbantes. Debo reconocer que está más pintoresca, y, tal vez, más segura. Punto a favor para el gobierno; ahora van 1 a 100 en el marcador. Sonrío al ver que la parada sigue allí. Claro, estuvo en ese mismo lugar durante décadas y seguirá estando, el mundo no gira a mi alrededor, recuerdo.

Éramos solo 3 personas en la parada; un anciano de edad avanzada, una señorita de unos 25, 26 años y yo. El colectivo llegó rápido, no demoró más de 2 o 3 minutos. En horario pico las unidades que salen de esa terminal aumentan, hipótesis que confirme cuando al subirme, veo por el vidrio del fondo que otro 19 se acerca.

- “Hasta Maipú al 1000 por favor”. Le dije al chofer.

No respondió. Sí lo hizo la máquina expendedora de boletos que fríamente imprimió en su frente la frase “ $ 1,40,-“.

- “Je, la inflación nos afectó a todos”. Le comenté a la máquina.

Tampoco respondió. Sólo le interesaba que le dé el dinero, que ambiciosa. El anciano me miró extrañado. Arrebaté el boleto y me fui a mi asiento. Dicen que cuando queremos algo lo tomamos como de nuestra propiedad. Durante mis viajes diarios, solía sentarme en el mismo lugar siempre. Claro, tomaba el colectivo en la terminal, poca gente, podía elegir el asiento a mi gusto, ese del fondo a la izquierda, detrás de la puerta de salida. Recuerdo enfadarme cuando ocasionalmente alguna persona se me adelantaba y se sentaba allí antes que yo. Estaba todo el viaje fastidioso. Me senté allí y me dispuse a observar.

El viaje comenzó. Dio la vuelta por la plaza hasta encarar derecho por Av. Rivadavia. Mucha gente subió allí, a tal punto que luego de 3 paradas ya no había asiento disponible para otro usuario. La cantidad de comercios era incontable, las luces adornaban la avenida más larga de Buenos Aires. 5 minutos transcurrieron hasta doblar por Salguero. El viaje se volvió tedioso; la luminosidad disminuyó, la cantidad de gente también. La calle es angosta y es de las más utilizadas para ir hacia el norte. Yo prefiero agarrar por Billinghurst que está más vacía y en mejor estado el pavimento, pero claro, yo no lo elijo. Muchos vehículos, muchas bocinas, muy lento el traslado. Ya no había tantos negocios, el ambiente era calmo. Siempre me gustó Almagro, espero algún día vivir allí. El viaje continuaba y la gente se amontonaba, ya no había lugar ni para una mosca, aunque sí para otra persona; siempre entraba uno más.

Todo me parecía conocido. Noté que a pesar del paso del tiempo las cosas seguían en su lugar. Recordé nuevamente que el mundo no cambia a la par mía. Habían pasado 19 minutos desde que el colectivo partió de plaza Once y no habíamos llegado ni a Medrano. Que lento se volvía todo, más cuando lo analizabas. Por lo general en mis anteriores viajes solía leer, tomar apuntes, subrayar, escuchar música o cuando no, dormir una pequeña siesta para retomar fuerzas a la noche. Esta vez el objetivo era distinto, era observar cada movimiento, y por supuesto el tiempo parecía “alargarse” nuevamente. El recorrido continúo por calles paralelas a Av. Córdoba. Siempre me pregunté por qué no agarrar una avenida para hacer el viaje más rápido, pero por supuesto no era mi decisión.

Observé un poco el ambiente, las personas que allí se encontraban. Había gente de trabajo, en traje, miradas cansadas, abrumadas, con ganas de llegar a casa y descansar. Había estudiantes también, que como yo en otros momentos, sacaba apuntes para resumir y veía desgastar esos resaltadores amarillos, naranjas y verdes. Noté pocas mujeres, no quiero hacer una investigación cuantitativa en este relato pero calculo que un 20% solamente de los usuarios pertenecía al sexo femenino. Sería un tema interesante para analizar algún día, a ver que respuestas brinda esa investigación.

Por la ventana veo gente corriendo. No quieren perder 10 minutos de su vida en esperar otro colectivo, no. Prefieren correr, arriesgar su físico a pisar mal y caerse (más en esta ciudad con pisos tan deformes y discontinuos). No afecta la vestimenta tampoco, ni mujeres con tacos altos hacen excepción a esta regla.

El viaje continuó sin muchas diferencias. Se hace largo y hasta un poco molesto, ya noto que quiero llegar. De repente por la ventana diviso la General Paz. Esa avenida (así se define, aunque parece más un autopista) que divide políticamente el territorio entre la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, en este caso, partido de Vicente López. Y por más que sea una división arbitraria y la fauna y flora no se vea modificada, se nota un gran contraste entre un lugar y otro. Los movimientos son distintos, es todo más pausado, más tranquilo. La iluminación cambia, o mejor dicho, disminuye. Las calles internas muestran una quietud envidiable. Me pregunto si será paralelo a la seguridad que ofrece; ¿Tanta tranquilidad es tentación para malvivientes y sus pechorías? Otra investigación para realizar. El colectivo avanza. Voy recordando lugares, viejas anécdotas vienen a mi mente. Por supuesto, este es mi barrio; el barrio es el que uno se crió, el que vivió su niñez, el que supo educarlo y no precisamente esa educación que se da en la escuela. Lugar donde uno aprende lo que es la calle. Eso es el barrio, mi barrio.

Llegamos a destino. Esa parada que tanto me vio descender, con el grafiti “19” pintado en un árbol, tan distinto al cartel moderno en plaza Once que no sólo indica la parada, sino también todo el recorrido. Plaza Once. Que distante la veo ahora. Pero luego pienso, son solo 10 o 15 kilómetros, pero pasaron dos horas. Alguien tiene que hacer algo con esta ciudad. Algo urgente. Son las 21:19, mi mamá sonríe al verme llegar. Apenas la saludo y me instalo en el sillón. Quiero comenzar a leer el libro que no pude leer durante el viaje.

1 comentarios:

Claudia Risé dijo...

diego, ¿leíste el texto de Geertz?, ¿hiciste notas?
15.7

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